Capítulo uno
No
comprendía qué hacía allí, ni por qué no podía encontrar a su
familia, no recordaba cómo había llegado a ese lugar, ni por qué
tenía sangre en la cabeza. No era mucha, solo un hilo que bajaba
desde la parte de atrás de la oreja. Se tocó y solo notó un leve
abultamiento. Sentía náuseas y mareo. Tenía los músculos
agarrotados y le costaba tragar. La ropa estaba manchada de sangre,
pero no parecía rota.
Se sentó
en el suelo tocándose la herida. Recordaba lo que había pasado esa
mañana. Su familia y él habían salido a buscar alimento a una zona
cercana a su cabaña. Al no encontrar mucho que recoger, ni ningún
pequeño animal que cazar, se adentraron en la zona más profunda del
bosque. La gente del pueblo no solía ir por aquel lugar. Pensaban
que estaba embrujado, ya que varias personas habían desaparecido y
algunas que habían regresado pasado varios días, lo hacían
desorientados y sin recordar lo que les había pasado.
Él no daba
credibilidad a todo lo que oía. A veces, las personas son capaces de
inventarse una buena historia para ser el centro de atención.
Pero
ahora era diferente, Gilian percibía que algo no marchaba bien. Su
familia no le habría dejado tirado en el suelo inconsciente. Quizá
debería haber prestado un poco de atención a alguna de esas
historias.
Ese año,
había sido muy malo para la cosecha. Aguaceros que arrasaron los
campos, pedriscos que agujerearon la poca fruta que quedaba en los
árboles y por último, heladas que mataron lo poco que quedaba en
las plantas. Los pequeños animales que habitaban en los bosques
habían desaparecido por falta de alimentos. De los grandes, hacía
ya tiempo que no se veía ni rastro.
Con este
panorama, la única solución que tenían era ir a buscar los pocos
frutos secos que quedaban, o algún animal despistado que todavía
subsistía en su madriguera. Los más ancianos del pueblo estaban
muriendo y Gilian se temía que los siguientes fuesen los niños.
Gilian y
Marian rondaban los veintiocho y ambos tenían un cuerpo fuerte y
bien formado a causa del trabajo y las caminatas que hacían todos
los días para buscar comida. Gracias a eso su familia estaba mejor
alimentada que la mayoría de las de alrededor.
Vivían
en una cabaña lindando con el bosque cerca del pueblo. No era muy
grande, pero lo suficiente para ellos cuatro y los dos animales que
poseían. A parte de la vieja vaca, tenían un caballo negro zaino
que era puro nervio. A pesar de ser muy inquieto quería mucho a los
niños y tenía sumo cuidado cuando estos jugaban cerca.
Esa mañana
de final de invierno se habían levantado antes del alba. Su mujer,
Marian, había guardado algo de comida en una bolsa para el camino.
Para ellos había metido carne seca y para los pequeños queso y pan.
Antes de salir había dado a los niños un poco de leche y miel, ya
que tenían por delante un día de mucho trabajo.
Ahora
estaba él solo en aquel lugar que no conocía. A su lado corría un
río poco caudaloso. Miró a su alrededor, las únicas huellas que
veía terminaban en la orilla. Cruzó por un pequeño vado. Al otro
lado, las huellas terminaban bruscamente.
Eso no le
gustaba nada, algo o alguien había borrado el rastro. Desde pequeño
había tenido un sexto sentido para la orientación y siempre
encontraba el rastro de los animales que solía cazar con sus amigos,
pero ahora era incapaz de descubrir por donde había desaparecido su
familia y la desesperación estaba apoderándose de él.
Decidió
empezar a moverse para intentar quitarse el malestar que comenzaba a
notar en el estómago. El dolor que tenía de cabeza estaba logrando
que su visión se nublara.
Al
adentrarse en la maleza no vio nada que le indicase por donde tenía
que seguir. Si no descubría algún indicio pronto, empezaría a
oscurecer y tendría que pasar la noche al raso.
En aquel
lugar la luz era escasa, pues las copas de los árboles estaban
demasiado juntas para dejar pasar los rayos del sol. Debía ser
pasado el mediodía pero no podía asegurarlo con la poca luz que le
llegaba. El suelo estaba húmedo ya que no le llegaba suficiente luz
para secarlo. Esto había creado una mezcla de barro y hojas en
descomposición que daba al bosque un olor a putrefacción. Intentó
no pensarlo por si le tocaba dormir allí.
Se fijo
que aparte de insectos no veía ningún otro animal. Ni siquiera las
huellas de pisadas que en ese suelo no sería demasiado difícil
apreciarlas.
Esa era la
señal de alarma que le estaba enviando su cerebro. Allí no había
nada con vida excepto la vegetación y los insectos. No se oía ni un
solo ruido. El corazón se le empezó a acelerar. Algo había, en
aquel lugar, que asustaba a los animales y eso hacía que él también
comenzase a estar asustado. Aún así, no dejó que esto le bloquease
y puso todos los sentidos en intentar orientarse en aquel espacio.
Después
de un buen rato, vio huellas en el suelo. Eran difusas, como si las
personas que las hubiesen dejado, no hubieran tenido tiempo de
borrarlas bien. Aún así, lo que estaba claro, era que por allí
había pasado alguien hacía poco tiempo.
Decidió
seguirlas con la esperanza de que éstas le condujeran hasta su
familia. Tras otro largo trecho andando, llegó hasta una pared de
roca cubierta de vegetación. Era una especie de pared vertical. Una
enredadera tapaba parte de la roca. Detrás de la enredadera se
distinguía una abertura.
Con
la poca luz que empezaba a haber, no podía apreciar bien lo que
había al fondo. Cuando su vista se acostumbró, lo que vio le dejó
sin respiración.
Eran dos
puntos de luz, pero le bastó para darse cuenta que estaba en
peligro. Intentó correr hacia un lateral de la pared, pero no pudo
llegar ni siquiera a girar.
Notó un
pinchazo en el cuello y como un hilo de sangre le goteaba. Se palpó,
tenía clavada una punta con unas plumas. Le habían disparado con
una cerbatana. Sus piernas no lograron sostenerle más y cedieron,
dando con su cuerpo en el duro suelo.
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